Sunday, October 26, 2008

Michel Leiris

La madre


La madre de luto, es la muerte que espera al borde de
la fosa donde se reflejan las nuebes turbias. Es el entierro
del padre una mañana de invierno (los penachos negros
se estremecen, un viento maligno hincha los dedos de
los sepultureros, color de vino tinto ordinario).


La madre de negro, malva, violeta -ladrona de noches-
es la bruja cuyo trabajo secreto nos trae al mundo, la
que nos mece, nos mima y nos pone en el féretro, cuando
no deja su cuerpo encogido -último juguete- en nuestras
manos que lo depositan cortesmente en el ataúd.


La madre de ngero, azul, verde, rojo, es la siempreviva
marchita, el ramo polvoriento de la recién casada. No
obstante, ella gimió cuando el hombre -carpintero de
dolor- puso en sus entrañas el tarugo, al piedra angular,
la llave maestra, para que en un recodo del sangriento
edificio crezca y nidifique la desgracia humana...

La madre- bestia enloquecida- es el tumultoso volcán
que nos escupe. (Pero el cráter -que lanza sus cenizas
púrpuras, su paquete de lavas ardientes- nunca le sonrió...)

La madre -estatua ciega, fatalidad plantada en el centro
del santuario inviolado- es la naturaleza que nos acaricia,
el viento que nos incensa, el mundo que nos penetra al
mismo tiempo, que nos lleva al cielo (sobre múltiples
espiras) y nos pudre.

La madre, es la perra y la ogresa, el vampiro que aparece
en los sueños, el espectro que despierta de pronto y se
interpone entre el alma (rica pilastra, ruina altanera) y
toda alegría, todo amor puro.

La madre -joven o vieja, bella o fea, piadosa o porfiada-
es la caricatura, el celoso monstruo mujer, el Prototipo
derribado, al punto de que la Idea (pitia marchita encara-
mada en el trípode de su austera mayúscula) es sólo la
parodia de los pensamientos vivos, ligeros, tornasolados...

La madre -su anca redonda o seca, su seno flácido o
duro- es el ocaso prometido desde el origen a toda mujer,
la progresiva pulverización de la roca resplandeciente
por el flujo de las menstruaciones, el lento entierro -bajo
la arena del desierto de los años- de la rica caravana
cargada de belleza.

La madre -ángel de la muerte que acecha, del universo
que aprieta, del amor arrojado por la ola del tiempo- es
la conchilla de dibujo insensato (signo de seguro veneno)
que se tira en las fuentes profundas que producen círculos
para las aguas olvidadas.

La madre -charco oscuro, eternamente de duelo por todo
y por nosotros mismos- es la vaporosa pestilencia que
se irisa y estalla, inflando burbuja a burbuja su gran
sombra bestial (verguenza de carne y leche), vela tiesa
que un rayo aún no nacido debería romper.

¿Pensará alguna vez, una de esas puercas inocentes, en
arrastrarse con los pies descalzos por los siglos de los
siglos para pedir perdón por el crimen de habernos en-
gendrado?


M. Leiris

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